Milagro del
Cristo de la Cárcel en 1671.
(Autor: Manuel Gavira Mateos)
De mi infancia recuerdo con gran nostalgia la recóndita, antigua y silenciosa sacristía de la capilla del Cristo. No acierto a comprender ahora porque la añoro además oscura, lo que no olvidaré jamás era el halo colorista que los exvotos de sus difuminadas paredes proyectaban al neófito que penetraba en aquel recinto. Como es conocido los exvotos son manifestaciones artísticas que superando su primera intención devota y religiosa se convierten en un apreciable legado de la vida cotidiana del pueblo.
Cuando pasaron los años los exvotos desaparecieron de aquellas blanquecinas y humedecidas paredes. Y, entonces, se perdió un eslabón de diálogo con nuestro propio pasado, pues estas manifestaciones hechas por artistas anónimos y populares, en forma de cuadros, tablillas, o figuras de ceras que se colgaban en los muros y techos de los santuarios, sobrepasaban el valor del don que los fieles ofrecían por un beneficio recibido, ya que se enraizaban con parecidas ofrendas que los gentiles precristianos hacían a sus dioses.
Hace poco, la fortuna quiso que conociese la historia íntima de uno de los exvotos de aquella vieja sacristía. Era la narración del milagro que Nuestro Cristo de la Cárcel obró en el año 1.671 en la vida del zapatero y panadero carmonense Salvador Rodríguez.
En el copioso expediente, que describe minuciosamente los detalles del proceso eclesiástico y que se instruyó para verificar la autenticidad o no del milagro, destaca la declaración que Salvador Rodríguez hizo al Fiscal del Arzobispado sevillano. En ella nos enteramos que había nacido en León hacía 51 años, que era casado y que llevaba viviendo en Carmona 34, de la que se había ausentado unos años por algún problemilla con la Justicia. Pues bien, cuando el Fiscal le interroga por las circunstancias que le han movido a proclamar el milagro que ha vivido, Salvador nos cuenta que el pasado día de los difuntos, por la madrugada, salió de su casa en Carmona a moler trigo en compañía de un vecino a la aceña de la Sal, cerca de Alcolea, en el río Guadalquivir. Al mediodía llegaron a su destino, cada uno molió su carga y almorzaron. Para regresar el compañero propuso hacerlo por un vado del Guadalquivir que transitaban los panaderos, "que era camino más breve y se ahorrarían legua y media de camino". Un sobrino del declarante, que también había ido allí a moler, se ofreció a acompañarlos y pasar con gran parte de la carga para que él no tuvieses problema a cruzar el río.
Cuando los tres llegaron a la orilla del Guadalquivir donde estaba el vado, aproximadamente a unos cien pasos de la Peña de la Sal de donde venían, su sobrino entró primero y fue pasando en el caballo, luego su compañero en el mulo y, por último, él en su jumento. A los diez pasos, cuando el agua ya le llegaba a la altura de la albarda de su cabalgadura, ésta tropezó y él cayó por encima de la cabeza del pollino. Entonces dijo: "Válgame el Cristo de la Cárcel de Mairena".
Aunque tocó el lecho del río al momento de caer logró, de inmediato, ponerse en pie y con una mano sujetó el pollino y con la otra la halda de harina, pero al aumentar la fuerza de la corriente nuevamente fue derribado y arrastrado, en esta segunda caída, media cuarta de legua por debajo de agua, y sin soltar la carga ni el pollino "nunca tocó pie en tierra ni salió arriba ni respiró". Y habiendo recorrido como diez pasos vio debajo del agua el Santo Cristo de la Cárcel de Mairena en un cuadro y oyó una voz que dijo: "Animo, que no te ahogarás". Siguió siendo arrastrado y a pocos metros volvió a escuchar la voz y a ver el cuadro del Cristo. Y lo mismo sucedió una tercera vez, pero entonces oyó: "Animo que no te ahogarás, que ya estás en tierra firme". Entonces lo sacaron hacia arriba y lo pusieron en pie, soltó el pollino y se quedó con el costal de harina cogido en la mano izquierda. El no vio persona alguna ni por una orilla ni por otra. Cuando se sintió en tierra firme se arrodilló y dio gracias a Dios. Al cuarto de hora llegaron los compañeros que se extrañaron al encontrarlo aún con vida, pues lo creían ahogado, y se mostraron confusos al oír lo que Salvador les contó. Al rato, una vez organizados, cruzaron el río por el vado y juntos regresaron a Carmona, a la que llegarían sobre las diez de la noche.
Al día siguiente se halló impedido, "sin poderse tener en pie ni menearse". Así estuvo ocho días hasta que lo levantaron y lo sentaron en una silla, luego le llevaron unas muletas y con esta ayuda se encaminó para Mairena a postrarse ante el Señor de la Cárcel, esto fue ya el catorce de noviembre. Tardó dos días en dos leguas pues tal era su estado de invalidez. Una vez que llegó a nuestro pueblo se "hincó de rodillas como a cinco pasos de la cárcel" y para entrar fue ayudado por un religioso descalzo, Fray Martín de la Merced. Cuando se terminó la misa, que ofició el citado religioso, Salvador entregó la limosna que había juntado y, al momento, se sintió sano "sin necesidad de muletas ni otro impedimento para andar".
Entre las muchas preguntas que le hace el Fiscal en el auto que le instruye es significativa la que le interrogaba sobre sus pretensiones a partir de ahora. El responde que sólo le mueve, en primer lugar, declarar el milagro aludido y, después, conseguir "licencia para pedir limosnas para labrar una capilla para el Cristo en unos sillares que están allí caídos junto a la cárcel".
Las obras para levantar la ermita del Señor de Mairena se llevaron a cabo unos años más tarde y seguramente nuestro protagonista sería un gran valedor de ellas. Sabemos por nuestro ilustre paisano Don Elías Méndez, según nos dejó escrito en su Reseña Histórica, que en el año 1.694 ya estaba terminada la capilla, pues en esta fecha es visitada pastoralmente por primera vez.
Las últimas páginas del expediente están dedicadas a la valoración sobre si fue o no milagro lo sucedido. Fray Pedro de Cueto, que diligencia esta cuestión por orden del Excmo. Señor Provisor y Vicario General del Arzobispado, concluye en enero de 1.672 después de una larga deliberación sobre lo que se debe de entender como milagro que: "digo y siento que fue verdadero milagro y por tal se debe declarar para honra y gloria de Dios y de los fieles".
En honor a la verdad debo concluir haciendo constar que no sé si este prodigio tendría su exvoto en los muros de aquella entrañable sacristía, lo que si pienso es que bien se mereció un lugar privilegiado para el conocimiento de todos los maireneros entre "los muchos milagros allí pintados en cuadros juntos con muletas, cuerpos y brazos de cera".