Historias del Castillo
Autor: Manuel Gavira Mateos

Capitulo 1. De la hija del último caíd...


Se cuenta que en una caravana de mercaderes de sal, que venía desde Cuenca a Sevilla, se ocultaba un joven y apuesto cristiano, hijo de un conde de Toledo. En esta ciudad había aprendido las costumbres y la lengua de los árabes, lo que le permitía viajar, vestido al modo musulmán y sobre un soberbio corcel blanco, por las tierras de Al-Andalus sin levantar las más mínimas sospechas ni por su aspecto ni por su forma de vivir de sus verdaderas intenciones, cuales eran observar el estado de las fortalezas en las ciudades almohades y el grado de descomposición interna en que éstos vivían desde la pérdida de Baeza a favor de los cristianos del norte.

El joven se hacía pasar por un consumado esterero, que provisto con gran cantidad de piezas naturales de este oficio en su propia recua de ganado iba a Sevilla para venderlas. Pero al llegar a Carmona fue traicionado por un viejo judío de Lucena, que reconoció a los criados y esclavos del gallardo mozo, ya que él los había vendido a un noble y rico cristiano de Toledo hacía unos años.

Rápidamente el Alcaide de Carmona, Abdul-Geli, prende al temerario y sorprendido joven y le embarga todos sus esclavos y bienes. Para mayor seguridad, a los pocos de días, decide enviarle al castillo de Mairena a la espera que le llegase un buen rescate por parte cristiana cuando se supiese la suerte que había corrido
El falso esterero fue encarcelado por el caíd del castillo de Mairena en la atalaya más alta y aislada del recinto amurallado, estando éste rodeado por un profundo foso, que sólo se salvaba por un puente levadizo, que a través de una estrecha puerta comunicaba con el cuerpo de guardia. Las ventanas de las dependencias en la torre que usaron para su prisión casi se tapiaron totalmente, dejándose sólo un pequeño hueco para la ventilación a modo de tronera que daba al patio de armas.

El único acceso a la planta alta de la torre, donde fue acomodado el joven cristiano, era por una escalera exterior fuertemente guardada por los hombres de más confianza del caíd.

Cuando los meses fueron pasando, no recibiéndose noticias del Alcaide de Carmona sobre el posible pago del rescate del joven cautivo o de su probable trueque por guerreros árabes capturados por los castellanos, las estrictas y severas medidas iniciales se relajaron un poco ante la virtud y resignación que mostraba el joven cristiano, por lo que al llegar la primavera el caíd autorizó su salida diaria al patio de armas. Así, cada mañana era llevado a una arboleda que tenía como centro el brocal de un pozo, donde vigilado por sus guardias descansaba, calmaba su sed y sosegaba su espíritu. Y sucedió que la única hija del caid, llamada  Zalina, al ver tan lozano y gentil caballero quedó prendida de sus ojos y facciones.

Al principio, se limitaba a observarlo desde las altas almenas de la torre del cuerpo de guardia. Con el tiempo, cuando ya su corazón se sintió idílicamente enamorado del cautivo, comenzó a pasearse por los jardines que había alrededor del pozo y cuando creyó que era correspondida, por las miradas y gestos del cristiano, se atrevió a conversar con él. Al poco se supo que en las noches de luna clara a la luz de las estrellas los enamorados se encontraban y se declaraban su amor, con la complicidad de algunos guardias fieles y el sigilo de algunas criadas de confianza, en un minarete que había en la muralla que salía de la torre, que servía de cárcel para él, y que daba mediante una empinada rampa a los jardines del patio.

Pero el inicial silencio de los anónimos protectores que encontraron, al principio, la doncella mora y el apuesto cristiano se fue transformando en temor y sentimiento de culpabilidad conforme el amor furtivo iba creciendo en los seducidos corazones de los jóvenes. Y por la confidencia de una criada poco leal a los amantes la noticia de estos amores prohibidos, por la cuna y religión de cada uno, llegó al oído del caíd, que al instante endureció las medidas para el prisionero y castigó a la linda mora en sus dependencias.

Pasaron varias semanas en las que la desazón y la locura se apoderó del cautivo, que pasaba los días asomado por la única tronera que había en la cárcel, buscando los ojos de su bella enamorada. La tristeza y el desconsuelo dominó a la hermosa doncella, que  traicionada sólo vivía para recordar a su amado encarcelado. Ella moriría de amor en su propia alcázar, allá en la sala de la parte alta de la torre del cuerpo de guardia, donde la única ventana que había daba al exterior y no al patio, pues sobre el inaccesible foso ésta servía además como inexpugnable matacán defensivo en caso de necesidad.

Pero una tarde el afligido prisionero recibió, a través de una de las criadas más fieles a su amada, la buena nueva que se preparase para marchar, pues los dos escaparían al caer la noche sobre los alcores. Huirían disfrazados de horneros en unos briosos alazanes, que estarían en el exterior en una cercana y espesa alameda, donde desembocaba unos de los subterráneos secretos del castillo, que la vieja sirviente conocía perfectamente porque fue labrado por su padre cuando ella era aún una niña. La anciana criada sabía que bajando por el brocal del pozo del patio, a unos tres metros y superando la recia hiedra que la ocultaba, encontrarían una hornacina de piedra, a través de ella accederían a una larga y sinuosa galería, siguiéndola superarían el profundo foso y la altas almenas del castillo, que valía de presidio para los jóvenes enamorados. Al llegar la noche el nuevo encuentro de los amantes no se hizo esperar y con la ayuda prometida lograron huir por aquel laberinto. Al salir, antes del amanecer, se toparon con los viejos baños romanos del Alconchel, donde grandes y silvestres higueras que, al mismo tiempo que medio ocultaban las viejas ruinas, hacían aún oscura la vencida noche y ayudaban a los enamorados en su fuga. Pero mientras tanto, el caíd avisado por la falta de ambos ordenó que saliesen los mejores hombres y con los caballos más veloces en su búsqueda, y exigió, pese al gran dolor que le afligía, que tan pronto como fuesen hechos presos que se les mataran, pues mucha había sido la insolencia y la osadía mostrada por los dos jóvenes al ejecutar el plan urdido.

Así, organizadas las cuadrillas y salvando el puente sobre el foso salieron varias a buscarlos, al poco fueron sorprendidos los amantes en el sitio del Alconchel. El caíd desde el baluarte más alto del castillo entrevió, entre las sombras de los árboles, las siluetas de los verdugos que llegaban en el momento que los enamorados intentaban ponerse las ropas de horneros y sintió en su pecho el filo criminal de la cimitarra que acabó con las vidas de los dos, pero su autoridad no podía quedar en entredicho, y menos aún cuando los tiempos presagiaban el final de una época. De lo más profundo de su corazón de parricida sólo salió esta frase: “Donde los enamorados mueren,  nazca allí la vida”.

Y de la sangre enlazada de los dos jóvenes brotó la mejor fuente de los viejos alcores, aún sus chorros exhalan frases de amor que embrujan a las más hermosas doncellas que allí beben.