Historias del Castillo
Autor: Manuel Gavira Mateos

Capitulo 6. De las memorias de Antonio el de Silvestre, redactadas por él mismo ...

Las imágenes más antiguas que conservo de Don Jorge Bonsor son aquellos en las que él pasaba por mi calle, cuando venía de Carmona, montado en un velocípedo, es decir en una bicicleta de aquella que la rueda de delante era mucho mayor que la trasera, camino del castillo, que él había comprado a la Junta de Acreedores del último Duque de Arcos, aquel noble que dilapidó la mayor fortuna de España, y que fue enterrado en lo único que pudo conservar: un panteón de la colegiata de Osuna, obra de sus mayores.

Aunque entonces yo era muy niño ya conocía bastante bien a Don Jorge, pues había escuchado mucho hablar de él a mi padre, Silvestre, que trabajaba de albañil en las obras para remodelar y consolidar las ruinas del castillo, edificio que hasta entonces sólo habían valido como guarida para el ganado de algunos vecinos por las noches, o como cantera de la que extraer ladrillos y sillares para las obras que se hacían en Mairena. Nos contaba mi padre que Don Jorge era una persona muy culta, pues dominaba varios idiomas, como el inglés, el ruso, el francés y, por supuesto, correctamente el castellano, incluso con el deje especial de Carmona, donde había vivido varios años antes de llegar a Mairena; que sabía de todo, de historia, de arte, de las costumbres de otros pueblos, de los nuevos inventos, de las estrellas; que hacía dibujos preciosos de los objetos antiguos; que trazaba mapas con gran precisión; que pintaba cuadros; que escribía mucho en francés y que, a veces, relataba unas historias muy bonitas. Como aquella en la que narraba que viviendo en Carmona le encantaba ver a los grupos de campesinos regresar de la vega al atardecer, cuando subían estos las sinuosas cuestas hacia el pueblo con sus blusas blancas de algodón, en las que destacaban vistosos pañuelos de colores cruzados sobre el pecho y la espalda, las cabezas cubiertas con unos singulares sombreros de palmito y tirando de los burros cargados con los niños y los enseres del día. Decía él que lo que más le gustaba era observar al muchacho que iba delante de cada grupo soplando un gran caracol marino para anunciar la llegada al pueblo.
También recuerdo vivamente de esta etapa de mi vida, y no con poca alegría, el día que mi padre llegó a casa diciendo que a la mañana siguiente yo empezaría a trabajar. Gracias al administrador de Don Jorge en Mairena, Don Quintín Méndez, que era además el cartero del pueblo y el corresponsal de prensa, me encargaría todas las mañanas de ir a la estación sobre las ocho de la mañana por la senda de los molinos, allí recogería todos los periódicos que el tren traía de Sevilla, unos setenta, de "El liberal", "El Noticiero Sevillano", "El Fígaro" y "El Correo de Andalucía", y antes de irme para la escuela de Don Juan Caraballo tenía que repartirlo por las casas. Así me llevé unos cuatro años, hasta que ya tuve que dejar la escuela.

Tendría yo por aquella época unos doce o trece años, y fue entonces cuando empecé a trabajar en el castillo. Mi primer oficio allí fue de "aguaó", con un burro, muy grande y blanco, tenía que acarrear el agua necesaria, en cuatro pesados cantaros que colocaba en unas aguaderas sobre el pobre animal, para las obras bien desde la atarjea, que traía el agua de la Fuente Gorda o bien del Alconchel. Además, tenía que regar los árboles y las plantas que Don Jorge sembró en el jardín, como esos pinos canadienses que hoy tanto identifican al castillo. También fui ayudante del cochero, mozo de cuadra, albañil cuando era necesario y peón en algunas de las excavaciones de Bonsor por los Alcores.

Me parece que por el año 1.915 se terminaron definitivamente las obras del Castillo. En ellas se afianzó todas las murallas, se remodeló dos de las torres, se hicieron nuevas dependencias, como el museo, la casita exterior o la cuadra, y se abrió una nueva
puerta en la misma muralla, que daba acceso a la cochera y a una escalera, que labrada sobre el mismo muro se convirtió en la puerta principal, con cancela de hierro y con un puente que salvaba el foso. Pues bien, el mismo día que todo se acabó se colocó una campanilla, en la recién remozada Torre del Homenaje, como gesto último de los trabajos de remodelación y construcción dirigidos por Don Jorge, éste se llevó todo el día tocando la esquila en señal de satisfacción por el buen fin de las obras, y mi padre también la tocaba muy contento por lo mismo y porque ese mismo día nació una de mis hermanas, Felisa. Al poco, dejamos de trabajar en el castillo, sin embargo yo seguí yendo por allí habitualmente, pues además de sentirme muy estimado por Don Jorge y su primera mujer, Doña Gracia Sánchez, ambos mostraban siempre mucho agrado y confianza hacía mi persona. Frecuentemente, había pequeños trabajos que hacer y yo gustoso buscaba tiempo para estar allí y realizarlos.

Como cuando llegaron al Castillo los cuadros de Valdés Leal que de un convento de Carmona había comprado Don Jorge. Eran unas pinturas muy buenas, Don Jorge con la ayuda de un amigo suyo pintor las limpió y enmarcó de nuevo con marcos dorados, y entre todos los colocamos en el salón. El mayor de ello trataba de la muerte de Santa Clara, en él aparecían las vírgenes bajando del cielo para recibir el alma de esta santa, este cuadro cogía todo el testero de la habitación.
Cuando me preguntan o me han preguntado durante estos años cómo era Don Jorge, yo siempre contestó o he contestado que era bastante inglés, es decir serio, de palabras precisas, formal, esclavo del trabajo metódico y del horario, aunque afable con todos, amigos y trabajadores, y con un sentido de humor británico muy pronunciado. Cuando en las excavaciones que hacíamos bajo su dirección encontrábamos objetos antiguos él no hacía el más mínimo comentario, ni daba explicación alguna, pero nosotros, los que excavábamos a mano, durante días, las galerías o zanjas con palas, o con un palín al llegar a los sitios más delicados, conocíamos el valor de los hallazgos a recibir la propina, pues su cuantía delataba la estimación que hacía de lo encontrado.
Lo cierto es que contó con mi familia para todo, mi padre trabajó para él en muchas excavaciones, a las que a veces íbamos casi toda la familia. Como fue el caso de los trabajos en Lora del Río, cerca de Setefilla, allí fuimos todos en un gran carro de rueda tirado por dos bueyes. Con nuestros colchones, bártulos, sillas, vajilla,.. mi hermana Manuela, que era la más pequeña, se encargaba de asear y limpiar las piezas que encontrábamos, mi madre y mis otras hermanas de cocinar y adecentar el cortijo en el que nos quedábamos, y los hombres de hacer el trabajo de campo.

Cuando Don Jorge se quedó viudo el castillo estuvo unos meses muy cerrado, pues él marchó a Inglaterra a visitar a sus dos hermanas. Cuando regresó comentó que había ido a clarificar sus intereses allí, y que había vuelto para quedarse ya siempre en los Alcores. Al poco de su vuelta se casó con Doña Dolores Simó, que le sobrevivió casi cincuenta años, viviendo todo este tiempo acompañada siempre por mi hermana Dolores.

Mientras tanto yo fui completando mi vida profesional como maestro albañil y cuando me jubilé, en el año setenta, y como durante toda mi vida no había dejado de frecuentar el castillo, me pusieron de director del museo. Era el encargado de todo, de abrir y cerrar, de recibir a los visitantes, de ilustrar la visita con la historia de cada vitrina o de cada pieza, de deleitar a todos los que venían con la música que salía del viejo sinfonium del salón, incluso conté para algunos periódicos o revistas la experiencia que supuso para mi familia y para mí haber conocido a Don Jorge.