Historias
del Castillo Capitulo 5. De cuando lo habitaban dos damas ... |
"Esta
casa huele a gloria, |
Cuando se mira el Castillo
desde el Chorrillo uno no puede imaginarse que la entrada habilitada para el
mismo sea tan tortuosa, y por el callejón que va desde la Iglesia hasta
la Atarjea. Una vez franqueada la primera puerta se accede por una escalera
a un pequeño patio, que hace de zaguán. Aquí, manipulando
una gran argolla que mueve en el tramo final una campanilla, se llama y al poco
tiempo aparece un mozo, que presta allí su servicio para casi todo durante
el día, llamado Fernando. Después de permitir nuestra entrada
nos guía por un sendero sinuoso y ascendente hacía el antiguo
patio de armas de esta fortaleza, hoy convertido en un florido jardín
de alcázar árabe, que tiene el centro alrededor de dos columnas
romanas, que con sencillo capitel, tosca basa y sobre un pedestal moderno embellecen
el lugar, y de un pozo con un brocal repleto de viejas piezas de cerámica,
antiguas bolas de artillería y agradecidas macetas de geranios, malvas,
príncipes, gitanillas... que hermosean todo el entorno.
Aquella tarde de otoño que lo visité con unos de amigos, y una
vez que nos disponíamos para entrar en el museo, apareció por
una puerta lateral de esta fachada neo-mudéjar que da al patio una pulcra
mujer, ya de cierta edad, que lucía un coqueto moño, que llevaba
recogido en la parte baja de su cabeza, vestida de negro y con delantal de raya,
que se aflojó para quitárselo mientras nos saludaba. Era Dolores,
que con un ademán apropiado le dijo al muchacho:
- Fernando, mientras la señora se prepara que vean los exteriores.
Así, dirigidos por éste, gran cicerone de estas partes y conocedor
de todos los nidos de cernícalos del castillo, comenzamos un recorrido
por las murallas, escaleras, rampas, azoteas, almenas y torres exteriores. En
este paseo descubrimos un foso impresionante visto desde arriba, hallamos una
nueva vista de casas blancas y de grandes corrales de nuestro pueblo, bajamos
por una escalera en codo que nos llevó a la puerta principal, esa que
da a los molinos y a la vega, y que parece que lleva años sin abrir.
Al rato volvimos sobre nuestros pasos y accediendo a las azoteas nos acercamos,
en altura y distancia, al vetusto campanario de nuestra iglesia.
Cuando ya estábamos casi exhaustos de bajar, subir, avistar,... nos encaminamos
para la portada principal, y por la puerta del palacete neo-mudéjar,
entramos en un vestíbulo repleto de estanterías, armas, viejas
banderas, cerámica... en el que nos esperaba Dolores. Allí formalizamos
el pago de la entrada a tan recio monumento. Dolores nos lleva en primer lugar
al comedor de esta residencia-museo. Era un comedor aún funcional, en
el aparador destacaban unos grandes huevos de avestruz, en una cómoda
fina loza de Talavera, en las vitrinas exóticos juegos de café,
en la larga mesa un vistoso frutero de cristal, y en una antigua tronera, que
ahora cumple la función de una alacena, se apreciaba una magnífica
vajilla inglesa con cristalería de bohemia. En esta sala se conservaba,
además, sobre sus paredes bellas acuarelas y románticas fotos.
La limpieza y el buen orden de los muchos objetos allí acumulados certificaban
las virtudes y el buen hacer de Dolores durante sesenta años, pues entró
en el Castillo cuando tenía doce años para ayudar en la cocina
y aún permanecía allí. Mérito que además
le capacitaba para hacer sus comentarios, por cierto con sutil gracia y ágil
soltura, emulando a cualificadas expertas en historia y arte.
A continuación, pasamos al gabinete. Era el sancto santorum del museo,
todo permanecía como lo dejó su primer y único morador,
Don Jorge Bonsor. Un retrato suyo presidía el viejo cuerpo de guardia
y en la espaciosa sala había testimonios de todas sus facetas: arqueólogo,
escritor, pintor, astrónomo, folklorista... Tal vez lo único que
había cambiado a lo largo de los años era el libro de firmas que
sobre su mesa de trabajo había desde el año 1.907, en él
todos los visitantes dejábamos nuestra impresión a la hora de
la despedida, con cuyo acto Dolores terminaba su papel de anfitriona en cada
visita que recibía.
Pero al final, cuando ya creíamos que habíamos acabado, nos hizo
pasar al salón. Aquí nos esperaba una señora que parecía
formar parte de la decoración, estaba sentada en un sofá isabelino,
escoltada por un bello reloj de bronce con candelabros y en medio de valiosos
cuadros religiosos y costumbristas. Rápidamente se puso en pie, nos la
presentó su fiel sirviente y acompañante. Era su señora,
Doña Dolores Simó. Durante un buen rato, ésta nos habló
y habló de Don Jorge, de cómo lo conoció, de lo joven que
contrajo matrimonio con él, de los cuarenta años que ya llevaba
viuda, de las grandes personalidades que venían invitadas al castillo
en vida de su marido, del buen humor que tenía siempre, de lo incansable
que era cuando decidía su tarea, de la estatua de Servilia que se conserva
en la Necropolis de Carmona y que él encontró, del placer que
sentía Bonsor por observar las estrellas desde el patio del castillo
en las noches claras... y en esta conversación, entre retazo y retazo
melancólico, Dolores hizo funcionar una vieja caja de música accionada
por una manivela. Con sus melodiosos acordes nos despedimos de tan entrañable
pareja de señoras.
Aún tuvimos la fortuna que Dolores nos acompañase hasta la puerta
para formalizar la marcha, pues Fernando al empezar a caer la tarde se había
ido ya a su casa. Por el trayecto hacía la calle nos comentó Dolores
que cuando entró a trabajar en la cocina del castillo era tan chiquilla
y bajita que le arrimaban un banquito para poder llegar a los fregaderos, de
eso hacia ahora más de sesenta años, y ya había llovido.
Ahora allí, al caer la noche, sólo quedaban ellas dos, con sus
recuerdos, sus añoranzas, sus deseos, sus rezos, sus dudas... nos decía
que frecuentemente, en estos momentos de íntima y sincera confidencia,
le preguntaba a su señora qué sería del castillo y del
museo cuando ellas faltasen, y que la señora siempre respondía
lo mismo: "Lo que Dios quiera". A lo que ella contestaba una y otra
vez: "Si, bueno, pero... ¿qué querrá?