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El
Campanillo |
"EL ROSARIO DE GANDUL". Francisco López Pérez
A poco de subir el tren de la tarde hacia Carmona, mientras aún permanecía el rastro del humo con el que la vieja locomotora trazó en el cielo su itinerario, la pajarería de los árboles de la peana, al sonar el primer toque, se revoluciona. A continuación, el estruendo desgarrado que produce el cerrojo de la puerta de la iglesia hace levantar el vuelo a los gorriones que picotean en el albero recién esparcido por el suelo. El amarillo nuevo de la tierra hace resaltar el blanco azulado de las paredes acabadas de encalar. El primer domingo de octubre se prepara para su despedida con el primero de los rosarios. Por segunda vez, la campana vuelve a poner una nota de alegría sosegada en el paisaje rural y la difunde por los contornos aparentemente vacíos, invitando al que la oiga a acudir al canto de vísperas del pueblo. Todo se encuentra a punto en la aldea para que de comienzo los cultos anuales en honor de la patrona del lugar, la Virgen del Rosario. En el espacio de tiempo que se tomó el sol para ocultarse tras la posada, criados, miembros de la familia del marqués, cantoras, campanilleros, monaguillos y cura fueron congregándose sin prisas, ocupando cada uno el lugar que le es propio. Los campesinos aguardan que suene el tercero echando un cigarro recostados en el malecón de la peana, y hablando entre ellos de temas que le resultan familiares. Las mujeres cruzan entre los hombres casi sin mirarlos y se reúnen en el interior de la iglesia. Los marqueses llegan en grupo, correspondiendo amablemente a los saludos de sus servidores. Tras de sí dejan un rastro de fragancias de "toilette" que los protegen de los olores plebeyos, a pesar de la cercanía. Las señoritas esperarán sentadas en el reservado, pero ellos lo harán en la sacristía saboreando un emboquillado en compañía del capataz y de los últimos en llegar: el organista y el cura, que venía de Alcalá en el coche de caballos. La tarde festiva adquiere el tono característico que la hace diferente a las demás; las cantoras ensayan en el coro la letanía que habían escogido para cantar esta noche, los campanilleros tantean las campanillas que le tocaron en suerte y calientan la voz, los monaguillos vestidos con túnicas rojas, roquetes blancos y esclavinas, a modo de obispillos, deambulan de un lado para otro poniéndole una nota de color a los preámbulos.
Todavía, los faroles dieciochescos de pétalos de trapo rojo, como un gigantesco ramo de amapolas, permanecen apiñados en un rincón junto al coro, pero ya andan alrededor de ellos los jóvenes a los que se les ha encomendado el reparto y el encendido de las velas, estirados como si le hubieran encomendado una cartera ministerial. Los ocho faroles de cristal, cerrados y rematados en corona, que portarán las muchachas solteras escoltando el simpecado, permanecen todo el año en su mueble farolero; los farolitos pequeños se adaptan a las diferentes edades de las niñas; los de mayor tamaño, rojos y blancos, denominados padrenuestros, sobresalen del conjunto, en espera que el marqués o el capataz los pongan en manos de los hombres, que luego intercalarán entre diez de los rojos, de manera que la comitiva dibuje las cuentas del rosario en la oscuridad del camino, como si tratase de una visión del más allá que se refleja en los viejos paredones, testigos fidedignos de que este melancólico despoblado, alguna vez fue villa de camino, conoció tiempos mejores.
Mientras se reviste el preste con roquete y estola, la sacristana va al campanario a dar el último toque. Inmediatamente cada participante en la ceremonia se coloca donde le corresponde, formando dos filas paralelas a lo largo de la nave despejada de bancas. Aquí no hay espectadores. Los más ancianos que pueden hacerlo, se asomarán a las puertas de sus casas al paso de las procesión y se unirán al rezo de sus vecinos que desfilan lentamente cantando el Ave María con cadencias muy antiguas.
La cruz de guía se sitúa junto al armonium y el simpecado debajo del arco de la capilla mayor. Por en medio, el marqués y el capataz, organizan la comitiva. El cura, delante del estandarte, acompañado de monaguillos, preside los rezos. Los monaguillos de menor edad se colocan a ambos lados de la insignia mariana, portada por una mujer de la aldea a la que se le encomienda esa misión mientras dura su estancia en Gandul. Lo mismo ocurre con el portador de la cruz de guía.
La oscuridad de la iglesia ha quedado envuelta por el resplandor amarillento de decenas de velas recién encendidas que sobresalen del envoltorio rojizo, reduciendo las tinieblas a la capilla mayor y a la de la Virgen. La limpieza a fondo llevada a cabo en el templo se percibe en el olor aligerado de polvo y el brillo de lámparas y candelabros como ascuas de oro. Los paños de rizados de los altares muestran el relieve de luces y sombras que le proporciona esa especie de "opus spicatum" que se consigue con el almidón y el artístico planchado.
A la orden del marqués, las cantoras inician el "Cristianos venid", canto que precede al del primer misterio a cargo de los campanilleros. El primer misterio se canta integro en la iglesia apoyados con las dos manos en el mástil del farol. Al comenzar el segundo se inicia la salida. Al hacer la estación en el oratorio del palacio se canta el tercer misterio, colocándose el simpecado a la puerta de la capilla y la cruz de guía ante la puerta del despacho del marqués. Las filas de los fieles se apiñan en la media naranja. Al inicio del cuarto misterio se emprende la vuelta con una larga parada entre el cementerio y el retablo de la Cruz, a las puertas de lo que en su día fue la Plaza Pública de la villa de Gandul. Con el quinto misterio a la mitad se comienza la lenta subida de la escalinata de la peana. Llegados a la iglesia, la formación se sitúa como al principio, hasta que las mozas, desde el coro, terminan de cantar las letanías, y el cura reza por los difuntos y las intenciones del soberano pontífice.
El humo de los pabilos apagados y el olor a cera caliente devuelven otra vez a la iglesia de la aldea el estado de penumbra que le es propio. En la sacristía prosigue la tertulia interrumpida por los rezos so pretexto de compartir el tabaco. Los campesinos, mientras tanto, se van despidiendo antes de perderse en la noche cerrada del campo. Por último, el cura y los señores salen de la iglesia hacia el palacio, alumbrados por varios faroles, enfrascados en una distendida conversación, cuyo eco se propaga en el silencio y se deja oír en toda la aldea. Cuando apenas se perciben las risas en la lejanía, y del grupo solamente se distinguen las luces de los faroles que juegan al escondite entre la fronda del Jardín de Arriba, la sacristana echa el cerrojo que produce un ruido seco, metálico y hueco, que hace revolotear entre las ramas a los pajarillos que duermen en los árboles más próximos. El primer rosario, que ha llevado a los campesinos a ponerse sus mejores galas, y a que los señoritos se dirijan personalmente a muchos de ellos en particular, ha concluido.
En cada casa, durante la cena, se comentará lo mucho que dio de sí una tarde festiva tan intensa, y tan poco frecuente en aquel lugar. Los pequeños aprenden escuchando a los mayores evocar los tiempos en que fueron monaguillos, campanilleros o cantoras. A nadie le puede caber la menor duda de que acaban de participar en uno de los acontecimientos más relevantes de la pequeña comunidad rural, dándole vida a una genuina manifestación de religiosidad popular. Todos tienen la seguridad de que hoy sí que está Dios contento con ellos.