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El
Campanillo
Hermandad
Sacramental
Edición
Digital 2005
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Quédate
con nosotros. Pepe Morales Carmona
Estas palabras, que el evangelista Lucas pone en boca de los discípulos
de Emaús, expresan admirablemente el deseo ardiente que anidaba en lo
más hondo del corazón de los hombres y mujeres que convivieron
con Jesús, que pasaron por el trago amargo de verle morir en la cruz
y que tenían la experiencia de haber comido y bebido con él, después
de resucitar de entre los muertos (Hch 10, 41). Las primeras comunidades cristianas
estaban convencidas de que Jesús había dado una respuesta positiva
a ese deseo, tan vivamente sentido. Por eso ponen en boca del Resucitado estas
palabras: Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta
el final del mundo (Mt 28, 20).
Pues bien, esa PRESENCIA de Jesús en medio de la comunidad de sus seguidores,
acompañándolos y sosteniéndolos en su caminar por este
mundo hacia la casa del Padre, tiene su expresión más plena y
real en la celebración de la Eucaristía. Es ahí donde podemos
vivir de un modo más intenso la experiencia del encuentro con el Resucitado
vivo. Esto es lo que nos quieren decir las primeras comunidades cristianas en
los relatos de las apariciones pascuales, donde nos describen, de una forma
tan pedagógica como bella, su experiencia del encuentro con el Resucitado
en el marco de una comida con sus discípulos y éstos le reconocen
en el partir el pan.
Así pues, lo que hace posible la presencia real y operante de Cristo
en la Eucaristía es el hecho de que el Crucificado ha resucitado y está
vivo. Si con la muerte de Jesús se hubiera acabado todo, no habría
posibilidad de presencia real y viva; la Eucaristía no sería más
que un recuerdo. A los muertos los podemos recordar, pero no tienen una presencia
real, viva y eficaz. El Cristo que se hace presente en la Eucaristía
es el que vive actualmente y está ahora sentado a la derecha del
Padre.
Esta presencia del Cristo resucitado en la Eucaristía no es una presencia
estática, sino dinámica: se nos va manifestando y ofreciendo de
forma progresiva. a) Desde el comienzo de la celebración eucarística,
el Señor ya está presente en la comunidad que se ha reunido en
su nombre: Donde dos o tres se han reunido en mi nombre, allí estoy
Yo en medio de ellos (Mt 18, 20). b) El Señor nos muestra también
su presencia en la Palabra leída y proclamada. Es Él mismo en
persona, quien se dirige a nosotros a través de esas lecturas y, si le
abrimos nuestra mente y nuestro corazón, podremos decir como los discípulos
de Emaús: ¿No ardía nuestro corazón mientras
nos hablaba y nos explicaba las Escrituras? (Lc 24,32). c) El Señor
también se nos hace presente en el sacerdote que preside la asamblea
eucarística en nombre de Jesús; él presta su humanidad
a Cristo para que su presencia se transparente a nosotros en una humanidad semejante
a la nuestra. d) Finalmente, la mayor densidad de presencia del Señor
en la Eucaristía es la que se da en los dones del pan y del vino: gracias
a la acción del Espíritu, manifestada especialmente en las palabras
de la consagración, el pan y el vino se convierten en verdadero sacramento
de la presencia real del Señor resucitado y vivo en la entrega de su
vida al Padre por toda la humanidad y, por tanto, por la comunidad que está
reunida en la celebración.
Sólo la Fe nos permite vivir todo esto como una realidad tremendamente
rica y enriquecedora. Pero esa Fe hay que mantenerla viva y cuidarla desde el
principio al final de la Celebración Eucarística. Por eso es imprescindible
que dediquemos, antes de la misa, un tiempo a preparar nuestro interior para
acoger al Señor Resucitado en las distintas formas en que Él se
nos va a ir haciendo presente a lo largo de la celebración. De otra forma
la misa se convierte en un rito cansino y aburrido, donde estamos de cuerpo
presente, pero nuestro espíritu estará en otras cosas.
¡Ah! ¿Y para qué se hace presente el Señor resucitado
en la Eucaristía? Para transformarnos a nosotros y a nuestra comunidad,
como transforma el pan y el vino, en su Cuerpo. Cuando salimos de la Iglesia,
tras la celebración de la Eucaristía, deberíamos ser para
nuestro vecinos un testimonio vivo de la presencia de Jesús, porque vamos
teniendo un estilo de vida personal y comunitario semejante al suyo y porque
vamos trabajando por la construcción de una familia, de un pueblo, de
un mundo que cada día se ajustan más al corazón de un Dios,
que tiene verdadera pasión porque todos los hombre y mujeres su hijos
tengan una vida verdaderamente humana y la tengan en plenitud. Para eso, y no
para otra cosa, vino Jesús al mundo y se quedó en la Eucaristía.