EL CORPUS DE 1.995
(Autor: Manuel Gavira Mateos)
Parecía en estos últimos años, sobre todo a finales de los ochenta, que esta fiesta religiosa no recuperaría su esplendor de antaño. Y nada más lejos de la realidad, toda la religiosidad y fastuosidad de las procesiones del pasado han sido recuperadas. Mairena, de nuevo, ha sabido hacer que este día de fiesta sacra brille como el sol, y todo el pueblo se vuelca en la procesión: abren la misma unos espigados y juveniles acólitos; los niños y niñas, que en el mes anterior vivieron su primera comunión, desfilan con sus galas más preciadas y llenan las calles de sana algarabía, logrando que la mañana, en la que acompañan a Cristo Sacramentado, sea más luminosa; agraciadas muchachas y elegantes señoras lucen orgullosas bellas peinetas y laboriosas mantillas andaluzas; el aire se hace primavera con las juncias y demás verdes, que los empleados municipales, en la madrugada, han esparcido por donde pasará el fausto cortejo; los balcones engalanados con simbólicas colgaduras, en las que predominan el color púrpura con motivos eucarísticos y enmarcados en óvalos dorados; por doquier se han levantado altares que pregonan este estallido de Amor y Luz Divina, presente en muchos de ellos las mieses primeras de la vega alcoreña; las aceras repletas de hortensias, helechos, y demás plantas que todo el año embellecen los patios morunos de nuestras casas; la banda municipal, con su uniforme blanco de verano, festeja el radiante día con sus vigorosos himnos y sonoras marchas; las campanas de la parroquia no cesan de vitorear este gran milagro de alegría, luz y color; las nuevas autoridades locales celebran, no sin dulce vanidad, la condición de electos con sus insignias logradas después de una reciente campaña electoral; el incienso que precede a la custodia envuelve la mañana en un velo de sueños; los jóvenes costaleros de la Hermandad Sacramental, ataviados con impecables chaquetas y portando los distintivos de la cofradía, llevan con devoto respeto los pasos que procesionan; las demás hermandades participan con sus más dignas representaciones y mostrando magníficos estandartes bordados en oro y barrocas varas de mando; los miembros del Consejo de Hermandades y Cofradías proclaman públicamente su autoridad. De la gargantas de todos salen las más bellas oraciones que cantar se puedan a Dios hecho presencia entre sus hijos; y el pueblo, piadoso y recogido, comparte estos momentos gozosos en que Jesús pasa por las angostas calles. Cierra la comitiva, y bajo palio, el clero local, en él destaca la figura del párroco que, entre su asombro inusitado y la satisfacción de todos, camina entre sus feligreses.
Lentamente se recorren las calles más antiguas de la Villa, en la Plaza el gentío se conmueve ante el bien pasar de la procesión, por la calle de la Iglesia los ya vigorosos rayos del Sol provocan una amalgama de luces y colores, los mantones y colgaduras se funden con el enflorado de la calle, en la Peana se agolpa el pueblo, el repique de campanas se hace ensordecedor y se mezcla con los compasados sones de la banda municipal, todos quieren ver entrar los primeros pasos de la procesión: el de Nuestra Señora del Rosario y el del Niño Campanillo. De inmediato los feligreses llenan la iglesia, allí los estandartes de todas las cofradías, las banderas y pendones de las asociaciones religiosas se postran al Santísimo. El párroco, Don Enrique, dirige las últimas alabanzas, los hermanos lloran su alegría en el más conmovedor silencio, las oraciones se hacen cánticos, Cristo pasa de su custodia procesional al Sagrario.. Es el Corpus.